viernes, 16 de diciembre de 2011

HORA DEL BAÑO - (Revancha)


     El anciano se dejó conducir mansamente al cuarto de aseo que estaba especialmente acondicionado para él.

     José era como un bebé grande, el alzehimer lo había dejado convertido en un niño pequeño primero y ahora en un bebé grande al que había que bañar, limpiar y cambiar los pañales y alimentar con purés. Un ser desvalido sin conciencia de quien fue y sin esperanza de ser algún día.

     Su esposa lo llevaba bruscamente y sin contemplaciones. Insultándole todo lo que podía, llamándole inútil, estúpido. Gritándole para cualquier cosa.

     El viejo se estremecía lloroso, de miedo e incomprensión. Como el niño indefenso y maltratado que era. Ya casi no comprendía lo que querían decir los insultos, pero al igual que una criatura vislumbraba la amenaza implícita en ellos, de manos de la persona de la que dependía.

     Frotó la anciana enérgicamente el cuerpo del anciano, dañando su piel  delicada. A él le dolían los refregones, pero le dolía más la violencia soterrada que había en ellos. Se hizo sus  necesidades encima y de nuevo los gritos.

    Sacramento le aclaró con el agua casi fría, y lo vistió sin más contemplaciones. Luego lo puso en su butaca frente al estridente televisor.

      Cuando recogía los cacharros del desayuno las lágrimas comenzaron a resbalar por las mejillas de Sacramento.

     Toda la vida aguantándole. Sufriendo la dictadura de sus palizas sus humillaciones y sus insultos y ahora también tenia que cuidarle. Y no sabía muy bien el porqué, si por la impotencia, la rabia acumulada o quizá la vergüenza que le daba su propio  comportamiento que lloró y esta vez sus lágrimas eran tan abundantes que se confundieron con el agua de aclarar las tazas. Sabiendo que aunque estaba arrepentida la próxima vez volvería a gritarle y a perder los nervios.

     En su butaca el viejo también lloraba acongojado.


jueves, 15 de diciembre de 2011

VIAJERO


     El viajero coge el tren que le lleva a ninguna parte. En realidad de lo que quiere huir no puede, pero se complace en imaginar que si se va, distrae su destino.

     Máximo seis meses de vida, un destino injusto para un mediocre profesor cincuentón que esperaba una jubilación dorada, viajando de un lado a otro, con la tranquilidad que da tener asegurado el sueldo.

     Ya ninguna familia le espera en ninguna parte. No tiene padres, no tiene más parientes cercanos que un hermano con el que no se habla, y no es ya ni siquiera dueño de la posibilidad de formar una familia propia, pues renunció a ella hace unos cuantos años.

     Con la baja que le ha dado el médico, ya tampoco tiene ningún tipo de compromiso profesional, y el moral con sus alumnos tampoco existe.  Nada le ata a una serie de jovencitos estúpidos y descerebrados, dominados por las hormonas y la mala educación.

     En estos pensamientos se traspone, nota que el tren se para y que luego en un espacio indeterminado de tiempo se pone en marcha de nuevo.  Pero hay un pasajero en su vagón hasta ahora desierto. Lo nota por el olor a perfume, un perfume dulce y delicioso. Por eso abre los ojos y la ve.

     Es la materialización de sus sueños, guapa, enfundada en una simple camisa blanca y una falda negra, con un discreto recogido, y zapatos de tacón.

     Entablan una conversación, es la compañera perfecta. Apenas si han hablado y parece conocerla de toda la vida.

     Ella se sienta a su lado, él sabe que puede, que debe besar sus labios.

     Están fríos, muy fríos y el sueño le vence.

    Y es que a veces la muerte también se enamora.