Es la
segunda vez en mi vida que hago una cosa igual. Me levantan muy temprano. Me adecentan la
ropa, llevo los zapatos muy relimpios pero eso no esconde lo gastados que
están. Para el agujero de la suela ponen un cartón y un poco de tela para el
relleno, por que me están grandes, eran de otro niño al que se le quedaron
pequeños.
En casa
estos días se llora mucho, contrasta con la alegría general por que la guerra,
que es una cosa muy mala ya se ha acabado. Por la radio hemos oído el
discurso:
(…) Acabaron, pues, los días fáciles y
frívolos, en que sólo se vivía para el presente”(...)”
Lo lee un
señor de voz gangosa que según dicen es el que ahora manda más que nadie.
Todos
visten de negro. Vamos a la iglesia, el cura dice una misa muy triste y mi
madre está deshecha por la pena.
Después
todos vamos detrás de una caja blanca. Yo voy detrás de mi abuela de la mano de
mi tío Benjamín.
-
Esto es como lo de Manolín ¿verdad?
Mi tío
asiente con la cabeza pero no dice nada.
Llegamos al cementerio. Allí veo
como desciende la cajita, echo un puñado de tierra, me acuerdo de Emilito y de
su media vocecita.
-
Uan, Uan, ven, jugá.
(Juan, ven a jugar).
De pronto a mis siete años, tomo conciencia de
que no voy a volver a verlo y se me llenan los ojos de lágrimas.
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